El cuento del hombre rico y el maestro pintor
- Mario Figueroa
- 9 ago
- 4 Min. de lectura
Todo lo que vale la pena, vale la espera
Este es uno de mis cuentos de sabiduría más queridos y, si bien no trata específicamente sobre la salud y la curación, dice mucho sobre el Tao/Dao y sobre cómo perseguir lo que realmente importa con humildad y paciencia.
Antes de contar la historia, reflexionemos un poco sobre nuestro mundo actual y los supuestos avances, tecnología y productividad masiva.
Hace poco, buscaba una estantería para mi creciente colección de libros. Tras días de búsqueda, no encontré ninguna pieza de madera maciza auténtica que reflejara belleza y calidad duraderas. Encontré cientos de opciones de madera aglomerada, listas para ensamblar y producidas en masa. El plástico, la madera aglomerada y la chatarra producida en masa nos rodean e invaden nuestros hogares, desde los cubiertos hasta los marcos de fotos, alfombras sintéticas y plantas de plástico en macetas de plástico. Todo disponible al instante, tan barato y de mala calidad como puedas tolerar, y en varios colores y diseños corrientes de cuales elijir.

Esta misma mentalidad deslucida se refleja en el sector servicios. ¿Cuándo fue la última vez que un camarero se ganó su propina? El cuidado, la atención y el genuino deseo de servir son una rareza. Lamentablemente, lo mismo puede decirse de nuestras instituciones clave: la sanidad, la justicia y el gobierno.
Yo crecí en un mundo diferente. Me enseñaron a dar lo mejor de mí en todo lo que hacía, sin importar lo mundano o insignificante que fuera. A enorgullecerme de todo lo que hacía, pues mi nombre permanecía en todo lo que tocaba. A cuidar y apreciar las herramientas y objetos que tuve la fortuna de poseer.
Mi padre tenía un machete de más de 100 años y lo limpiaba y engrasaba después de cada uso. Se lo pasó a mi hermano mayor. Cuando me mudé para ir a la universidad, mi madre me regaló un cuchillo de cocina hecho para su bisabuela. Estaba increíblemente afilado, aunque tenía una curva de desgaste hacia adentro por décadas de corte. Las mesas y sillas solían ser de madera auténtica o metal robusto, con cojines de vinilo resistente o lona ornamental, hechos con cuidado y pensados para durar. Los veteranos como yo recordaremos ese vinilo que se usaba en los coches estadounidenses mucho antes de que se popularizaran los asientos de cuero. Era de alta calidad, duradero, funcional, cómodo y tenía un aspecto estupendo. Todos estos artículos son simplemente materiales, sí, pero todos están hechos para ofrecer una utilidad que va más allá de toda una vida. Más que eso, para combinar belleza y utilidad y para celebrar la mejora que aportaban y la necesidad que satisfacían. El esfuerzo por crear o producir, el cuidado y el deseo de ayudar a mejorar la vida de las personas se reflejaban en cada artículo, ya fuera una simple cuchara o una mesa de comedor de madera.

¿Cuándo se perdió todo ese cuidado, orgullo y valor, y se volvió tan barato, frágil y de mala calidad? ¿Por qué se prefirió tirar las cosas y comprar otra? Vivimos en una sociedad de consumo impulsada por la economía capitalista, donde la innovación ya no se rige por la necesidad. Hay que alimentar a la bestia y satisfacer los caprichos de la gente al instante.
Bien, pasemos a nuestra parábola.

Había una vez un rico comerciante. Poseía muchas cosas finas: sedas, especias y joyas de todo el mundo antiguo. Sin embargo, su mayor deseo era poseer una pieza de caligrafía creada por el renombrado Maestro Lao. Se decía que las pinceladas del Maestro Lao capturaban la esencia misma de la naturaleza y la emoción. Era como si infundiera vida en cada pincelada.
El comerciante, deseoso de poseer semejante obra maestra, envió un mensajero al Maestro Lao con una generosa oferta y la solicitud de que escribiera un poema específico con su exquisita caligrafía. El Maestro Lao aceptó el encargo, impresionado por el entusiasmo del comerciante y su disposición a pagar generosamente por su obra.
Los días se convirtieron en semanas, y el comerciante se impacientaba cada vez más. Envió mensajeros al estudio del Maestro Lao, que regresaban siempre con el mismo mensaje: «El Maestro está contemplando los caracteres» o «El Maestro busca el papel perfecto». El comerciante, acostumbrado a transacciones rápidas en sus negocios, no podía comprender esta demora aparentemente interminable. Imaginó al Maestro tomando té tranquilamente, quizá dibujando algunos caracteres aquí y allá, mientras él, el adinerado mecenas, esperaba.
Finalmente, después de meses, el comerciante decidió visitar personalmente al Maestro Lao. Llegó al humilde estudio del Maestro, esperando encontrar una habitación llena de obras inacabadas y materiales dispersos. En cambio, encontró al Maestro meditando ante un pergamino en blanco, con un solo pincel en la mano. El comerciante, apenas conteniendo su frustración, exclamó: "¡Maestro Lao! ¡Llevo meses esperando! ¿Cuándo estará terminada la pieza?".

El maestro Lao abrió los ojos con una sonrisa serena en el rostro. Explicó que la caligrafía no se trata solo de poner tinta sobre papel, sino de capturar el espíritu y darle vida. El artista había estado contemplando el poema elegido, comprendiendo su profundidad y belleza. La demora fue por preparación, no por ocio.
Inspirado por la presencia del comerciante o quizás por la culminación de su larga meditación, el Maestro Lao mojó su pincel en tinta y comenzó a pintar. Con movimientos rápidos y fluidos, la tinta fluyó sobre el papel. Las pinceladas parecían danzar, cada línea y trazo transmitía fuerza y significado con una profundidad extraordinaria.
El comerciante observaba en silencio, atónito, y su impaciencia dio paso al asombro. La obra maestra quedó terminada en cuestión de minutos.

No era el poema que había pedido, pero su belleza y energía le conmovieron profundamente y rompió en llanto. Era la representación más poderosa de un dragón que jamás había visto, una combinación imposible de caligrafía y pintura. Era lo que el maestro sintió y capturó en ese preciso instante, y era de una belleza indescriptible.
El retraso no fue un obstáculo, sino una parte necesaria del proceso creativo. El tiempo dedicado a la contemplación y la preparación le había permitido al Maestro conectar con el Tao e impregnar la obra de una riqueza espiritual que el dinero por sí solo no podía comprar.
Salió del taller del Maestro Lao con la obra terminada. La pieza ya no era un simple objeto de su riqueza, sino un profundo testimonio de la dedicación del artista y del valor del tiempo y la paciencia en la búsqueda de la verdadera maestría. La verdadera maestría beneficia al mundo entero.




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